Durante la estancia de mi madre en el hospital, fueron
varias las vecinas de cama que tuvo.
Mujeres de más de 80 años, con la sabiduría que da la experiencia sobre
sus espaldas, y los surcos que dibujan el paso del tiempo sobre sus caras.
Cada una tenía una historia, unas con hijos, otras con hermanos, alguna
afortunada con marido todavía....Familias con las que conviví, y a las que el
sufrimiento me unió en pocos días.
Sin embargo las visitas de los familiares con el paso de los
días decaían, eran menos frecuentes y cada vez más cortas. En los hospitales hay virus, cansan y entristecen y la gente
deja de ir. Sin embargo ellas anhelaban las visitas, anhelaban cariño, porque
las personas solas se vuelven frágiles y los pensamientos oscuros cada vez son
más grandes y más negros y necesitan a un ser querido capaz de disipar esos pensamientos y capaz de
darles un poco de esperanza. Pero una
tarde nadie llegó a visitar a las vecinas de mi madre, ellas que lo único que
necesitaban era cariño; ese día se quedaron esperando y mirando de la puerta al reloj y del reloj a la puerta,
con un movimiento similar a las oscilaciones de un péndulo, que poco a poco van
perdiendo fuerza y que al final se para como se para un corazón roto que ha dejado de
latir.