Era un día
radiante de frío seco. Un Domingo de Febrero por la tarde. El primer Domingo de
mes. El sol vertía sus rayos por el mundo con toda tranquilidad y su luz
llegaba a las calles de todo la ciudad , infiltrándose con especial interés por
las ventanas de la calle más bonita de Madrid. La calle Antonio Arias.
Todavía no tenía
la menor idea que es lo que me llevo a casa de mi madre ese Domingo. Pero
estaba intranquila, nada me reconfortaba y una inquietud interior me hizo salir
de casa y vagar por las calles, mientras me embargaba una profunda tristeza.
Llegué al barrio de mi infancia, tome un café
en la pastelería Dani, donde tantas veces había tomado café con mi madre. Pase
por la mercería donde María José, su dueña, me aconsejaba cuando era una niña cual
podía ser el mejor regalo para mi madre en el día de su santo. Teniendo en cuenta el poco dinero que tenía ahorrado y lo indecisa
que era, me pasaba toda la tarde en la mercería . Al final me armé de valor y entre
en la casa donde me crie. El portero, Eugenio, al verme me esbozo una sonrisa pálida como un atardecer
brumoso. Subí al cuarto piso y me crucé con la vecina de enfrente, Nana, que me miró con ojos cansados, inexpresivos,
faltos de profundidad. En sus labios afloro la sombra marchita de una sonrisa y en
sus manos ya no había caramelos. Desde que murió mi madre la gente que la
conoció no sonríe igual , son sonrisas sin
luz, sonrisas silenciosas, sonrisas que lloran.
Y al abrir
la puerta, al ver la casa en obras, vacía , al ver que mi madre no estaba me sentí
como si me hubieran arrebatado de forma injusta algo que me era
imprescindible. Sé por experiencia que
en la vida solo en contadísimas ocasiones encontramos a alguien a quien podamos
transmitir nuestro estado de ánimo con exactitud, alguien con quien podamos
comunicarnos a la perfección. Es casi un milagro, o una suerte inesperada,
hallar a esa persona. La mayoría de la gente se muere sin encontrarla. Yo tuve
la suerte de encontrarla. La tenía muy cerca, era mi madre.